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LA VECINA DE LA PUERTA CUATRO

      
    Los caminos de la vida no son como yo pensaba. Así empieza una canción que suelo tararear. Uno los imagina de una manera, y luego la vida es otra cosa. Eso debió pensar Soledad, mi vecina de la puerta cuatro, una puerta que fue testigo de algunas historias, casi siempre protagonizadas por personas mayores con algún drama en la maleta, que se refugiaban allí como si vinieran huyendo de un pasado en blanco y negro.

    Soledad, la pobre Soledad, siempre soltera por obligación. Siendo todavía menor de edad, su querido cuñado Manuel, un aprendiz de señorito que hizo algo de dinero con el estraperlo, no tuvo suficiente con haberse casado con su hermana, que se encaprichó también de ella y la acabó atrapando en un callejón sin salida. Él debió pensar que era mucho hombre y que debajo de ese traje que se mandó hacer a medida, había macho para las dos ingenuas hermanas, y así, les fue organizando la vida. A la esposa le tocó tragar a sabiendas de cómo estaba la situación, y a Soledad le dijo que la quería siempre cerca, que si se echaba novio o cosa parecida la mataba. Yo te mato, que se te quede bien claro, que te mato. Así se lo contaba a mi madre un día, sentadas en el sofá de skay, al poco de instalarse como nueva vecina de la puerta cuatro. Soledad estaba ya jubilada, o eso parecía, porque estaba muy estropeada. Apenas tenía confianza con mi madre, pero se sintió cómoda y pronto se desahogó con ella, como caballo que galopa cuando se desboca. Yo, que era un crío, escuchaba aquellas historias mientras jugaba con mis cochecitos, tumbado sobre el cálido suelo de sintasol que mi padre puso en un arrebato de modernidad. Toda la modernidad que se podía permitir un trabajador de familia numerosa en un pequeño piso de ciudad dormitorio.

    Fui creciendo y presenciando la decadencia de Soledad, que seguía limpiando casas porque nunca le arreglaron los papeles. En ninguna se tomaron la molestia de asegurarla, de modo que seguía haciendo casas, con la vista echada a perder, los ojos enrojecidos como en carne viva, y las rodillas destrozadas, porque seguía fregando de rodillas, que sí, que sí, que se quedaba el suelo mucho mejor —me decía, desde un plano contrapicado, bayeta en mano—. Ni el mismísimo Emiliano Zapata la hubiera convencido de lo inoportuno de vivir arrodillada. Tampoco sabía leer. El bueno de Manuel ya se preocupó de que no aprendiera nada; mejor así, con la pata quebrada. Con el tiempo, me convertí en su técnico especialista solucionándole problemillas domésticos, que la mayoría de las veces consistían en sintonizarle los canales del mando, leerle alguna carta del banco o cosas por el estilo. Manuel, hecho ya un cascarrio, venía de vez en cuando y se quedaba el tiempo que se le antojaba, a cuerpo de rey, despanzurrado en el sillón, camisa desabotonada, prolongando cada vez más la estancia. Si pasaba muchos días sin volver al domicilio conyugal, la hermana de Soledad, de la que no recuerdo el nombre, pero sí su gesto cabizbajo, aparecía discretamente para saber si estaban bien, con la excusa de traer unas naranjas, y nos las dejaba a nosotros para que hiciéramos la entrega, y que así supieran que había ido por allí. Nunca se presentaba en casa de Soledad. Hacía años que las hermanas no se hablaban, pero procuraban saber la una de la otra. Se querían, y la pena y la vergüenza que sentían se les hacía insoportable.

    Llegó el momento en que Manuel se quedó definitivamente en casa de la querida cuñada, varado cual cetáceo cansado, sin fuerzas ni ganas de volver con su mujer. Decidió que lo poco que le quedara de aliento lo iba pasar acabando de joder a Soledad, y ella, muerta en vida, esclava, lo cuidaba con un cariño que aquel animal no merecía. Si acaso, se desquitaba de vez en cuando gritándole, porque sabía que el monstruo no estaba ya para ponerle la mano encima.

    Algunas veces, Soledad olvidaba la llave y aporreaba la puerta de su casa con el objetivo de que aquel pedazo de carne despertara de un sueño cada vez más profundo en el sillón, casi siempre con resultado infructuoso, de modo que yo acababa saltando por el deslunado, salvando algunos metros -nada del otro mundo para un adolescente acostumbrado a trepar muros-, y colándome por su ventana para descubrir a la bella durmiente roncando, y abrir la puerta desde dentro a Soledad. De vez en cuando ella se llevaba algún susto porque aquello parecía que había emitido el último suspiro, sin soltar el mando a distancia pegajoso de la mano. La última vez que me tocó hacer maniobras acrobáticas, me quedé contemplando aquella estampa un largo rato antes de abrir la puerta a Soledad. Como siempre, allí estaba, descamisado, mando en mano, el macho dominante, como cordero degollado; pero en esta ocasión, sin atisbo de exhalación. Me di cuenta de que por fin habían venido desde el mismísimo infierno a llevárselo, y apagué el televisor para revestir la escena de cierta solemnidad. Abrí la puerta a Soledad como quien entrega un pasaporte de libertad a quien nunca había tenido la fortuna viajar.  

                                                                                                                         Ángel Celada



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