¿Cuanto hace que no suben
a la azotea de su edificio? Probablemente mucho. Puede que tengan la
suerte de vivir en un pueblo, en una casa, en un barco o en las
nubes, y tengan cielo y sol de sobra, e incluso noches estrelladas,
de esas que cuando las redescubres te recuerdan lo perdida que está
tu alma en la ciudad. Y si es usted de los que suben a menudo, se
habrá dado cuenta del extraño vacio que las habita. Lo que han sido
y lo que son.
Que nos hayamos olvidado
de las azoteas es un mal síntoma. Las azoteas son lugares mágicos,
atalayas desde donde mirar con amplia perspectiva la vida en la calle; son rincones cómplices, refugio de adolescentes, de sus
confidencias, de caladas que brillan en la oscuridad, de ropa tendida
bailando con el viento, entorno ideal para estar en paz, para pensar;
o mejor, para no pensar, cerca del cielo y de la poesía.
Pero desde hace un tiempo
las azoteas están tristes y desangeladas. Se sube poco, mal o nunca.
Las cuerdas de tender la ropa ya no reciben los pellizcos cariñosos
de las pinzas, ya no encuentran su razón de ser. El pictórico
enjambre de antenas de televisión ha ido despareciendo. Hay quien no
conoce ni la azotea de su edificio, ocupados en sus cosas, comprando
pastillas para el estrés sin saber que tienen una fórmula magistral
unos metros más arriba. Y el colmo: muchos edificios modernos
reducen las terrazas a mini habitáculos no transitables donde solo
caben los cacharros del frío-calor. Un vecino me contaba que hace
años se reunía la vecindad a asar sardinas al abrigo de las
estrellas. Idilio y éxtasis vecinal.
Ningún científico lo ha
estudiado, pero uno de los indicadores más fiables de la grandeza de
un pueblo debería medirse por la cantidad y calidad de las visitas
de sus gentes a las terrazas o azoteas. Pero ahora visitamos más
otras cosas, como centros comerciales o pantallas sobre pantallas, y
sobre pantallas, una, asomate a la pantalla..., y nos devoran las
prisas, los miedos, y unos prodigios tecnológicos para los que no
estábamos muy preparados ni educados y que están modelando nuestra
vida a toda prisa sin darnos tiempo a pensar con claridad ni a
reaccionar.
Eso sí, nos comunicamos
mucho gracias a la tecnología y nos recordamos que nos estamos
atocinando, y mientras nos la cogemos con papel de fumar, compartimos
mensajes de conciencia, de emociones, de amor y de gurús
espirituales, todos somos muy honrados y queremos la paz en el mundo,
bla bla bla, y las tiendas se llenan de budas y sivas sentados,
vamos, vamos, que me los quitan de las manos, pero pareciera que
mientras tanto nos dirijimos guiados por la inercia hacia un cuello
de botella, en clave APOCALIPSIS TOCINO, y no está claro si habrá
Fairy que desengrase tanta indefensión aprendida, y tanto olvido de
las cosas esenciales, como la claridad que aportan las azoteas.
Cuanto más olvidamos las
azoteas, más nos hundimos sobre nuestros pies de mermelada. Mucho
almíbar y poca pimienta.
Algunas ciudades del
mundo, más sensibles, están apostando por proyectos de tejados
verdes, cubiertas vegetales, huertos, pero por aquí eso parece
ciencia ficción. Aquí tuvimos en los años del pelotazo miles de
nuevos edificios y oportunidades perdidas para haber pensado en
formas de vivienda más saludable, pero se olvidaron de las terrazas
y además dejaron tras la batalla solares mellados como cicatrices
de los hachazos de terreno urbanizable ganados a la huerta, al campo,
para construir un sinsentido de bloques aún semivacios y sin azoteas
peatonales.
Perdemos de este modo el
norte, el lugar donde corre más el aire y mejor se piensa y se
respira. Se empieza por estos descuidos y uno acaba creyendo
cualquier cosa y actuando de cualquier manera porque así son y han
sido siempre las cosas y no hay más que hablar.
De esta reflexión
romántico-bucólica, ya ha salido un convencido de los beneficios
para la salud mental de la reconquista de las azoteas, que soy yo
mismo. Yo mismo conmigo mismo, delante de una pantalla, apelando a mi conciencia y viniéndome arriba, una locura, oiga. A la parabólica del vecino pongo por testigo, que jamás
dejaré que pase mucho tiempo sin subir a la azotea. Es más, ahora
que la cosa política está como para tenerla muy en cuenta y que hay
oportunidades para romper la inercia y echar un pulso a la
apisonadora del capital ( ya lo decía la bruja Avería: ¡Abajo el
capital! ), votaré al populista (todos lo son, lógicamente) que más
pinta tenga de subir a las azoteas, porque en él estará la
esperanza (así en la tierra como en el super, sic). Y desde luego, no me fiaré, nunca lo he hecho, de quien
me de la impresión de no haber pasado parte de su infancia en una
azotea escuchando los mensajes que susurran los vientos al oido, que no al odio. Unos pondrán
muros, pero me quedaré con los que quieran poner molinos.
Tienes toda la razón. Ojalá pudiéramos crear en las azoteas jardines para el alma....
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